30 de abr. de 2005

El último de los proyectos utópicos

ENSAYO

El autor de "Historia del siglo XX" afirma que la perestroika sumió a Rusia en la ruina social y al mundo, en un intento de dominación global sin precedentes. Este texto es una versión de la declaración que hizo Hobsbawm ante el foro político mundial en el encuentro "La perestroika, veinte años después", que organizó la Fundación Gorbachov en Turín.--------------------------------------------------------------------------------
ERIC HOBSBAWM.
Siento una gran admiración por Mijail Gorbachov. Se trata de una admiración que comparten todos los que saben que, de no ser por sus iniciativas, el mundo seguiría viviendo bajo la sombra de la catástrofe de una guerra nuclear, y también que la transición de la era comunista a la era no comunista en Europa oriental, y en la mayor parte de los sectores no caucásicos de la ex URSS, tuvo lugar sin un derramamiento de sangre significativo. Su lugar en la historia está asegurado.

¿Pero la perestroika dio lugar a una segunda revolución rusa? No. Produjo el derrumbe del sistema que se había basado en la Revolución de 1917, a lo que siguió un período de ruina social, económica y cultural del que los pueblos de Rusia todavía no terminan de salir. La recuperación de esa catástrofe ya está tardando más de que lo que le llevó a Rusia recuperarse de las dos guerras mundiales.

Lo que emerja de esta era de catástrofe postsoviética es algo que la perestroika no contempló, y mucho menos preparó, ni siquiera después de que los partidarios de la perestroika tomaron conciencia de que su proyecto de un comunismo reformado, o incluso de una URSS socialdemocratizada, era imposible. Ni siquiera lo contemplaron los que llegaron a pensar que el objetivo debía ser un sistema capitalista según el modelo occidental liberal, y más precisamente el estadounidense.

El fin de la perestroika precipitó a Rusia en un espacio carente de toda política real, con excepción de las recomendaciones de libertad de mercado de los economistas occidentales —que eran aún más ignorantes de la forma en que funcionaba la economía soviética que sus seguidores rusos respecto de cómo operaba el capitalismo occidental—. Por ninguna de ambas partes hubo una consideración seria de los problemas necesariamente largos y complejos de la transición. Ni pudo haberla, cuando se produjo el derrumbe, dada la velocidad del mismo.

No quiero responsabilizar de eso a la perestroika. La economía soviética era casi sin duda irreformable para la década del 80. Si hubo oportunidades reales de reformarla en la década del 60, éstas se vieron saboteadas por los intereses de una nomenklatura que para ese momento ya estaba muy consolidada y era incontrolable. Es posible que la única verdadera oportunidad de reforma haya tenido lugar en los años que siguieron a la muerte de Stalin.

Por otra parte, el repentino derrumbe de la Unión Soviética no era algo probable ni esperado antes de fines de los años 80. Una importante figura de la CIA que fue entrevistada por el profesor Fred Halliday, de la London School of Economics, consideraba que, en el caso de que Andropov hubiera sobrevivido y hubiera gozado de buena salud, aún habría existido una Unión Soviética a fines de los años 90.

Torpe, ineficiente, en lenta declinación económica, pero todavía existiría. La situación internacional habría sido muy diferente. La caída del único estado ruso que había sido una gran potencia mundial desde el siglo XVIII generó un caos internacional, como pasó también tras el derrumbe de los imperios Austro-Húngaro y Otomano después de la Primera Guerra Mundial. Durante algunos años, hasta la misma existencia de Rusia como estado quedó cuestionada. Ya no es así, pero el necesario restablecimiento del poder estatal en Rusia en los últimos años puso en riesgo la liberalización política y jurídica que fue el principal —y me atrevería a decir que el único— logro de la perestroika.

¿La perestroika anunció "el fin de la historia?" El derrumbe del experimento que inauguró la Revolución de Octubre es sin duda el fin de una historia. Ese experimento no se repetirá, si bien la esperanza que representó, por lo menos en un primer momento, seguirá formando parte de las aspiraciones humanas. La enorme injusticia social que dio al comunismo su fuerza histórica en el siglo pasado no disminuyó en este siglo. ¿Pero fue "el fin de la historia", como proclamó Francis Fukuyama en 1989 con una frase de la que sin duda hoy se arrepiente?

Fukuyama estaba doblemente equivocado. En el sentido literal de la historia como algo que genera titulares en diarios y noticieros, la historia en efecto continuó desde 1989, y con características aún más dramáticas que antes. A la Guerra Fría no siguió un nuevo orden mundial, ni un período de paz, ni tampoco la perspectiva de un progreso global predecible, como pensaban los observadores occidentales a mediados del siglo XIX, el último período en que el capitalismo liberal —en aquellos días bajo el auspicio británico— no tuvo dudas respecto del futuro del mundo.

Lo que tenemos en la actualidad es una superpotencia que aspira de forma nada realista a una supremacía mundial permanente que no tiene antecedentes históricos ni tampoco probabilidades, dado lo limitado de sus propios recursos, sobre todo en momentos en que el poder estatal se ve debilitado como consecuencia del impacto de agentes económicos no estatales en una economía global que excede el control de todo estado, y dada la visible tendencia del centro de gravedad global a desplazarse del Atlántico norte al sur y al este de Asia.

Más cuestionable aun es el sentido más amplio —casi hegeliano— de la frase de Fukuyama. Implica que la historia tiene un fin, a saber una economía capitalista mundial sin límites, unida a sociedades que se rigen por instituciones democráticas liberales. Esa teleología no tiene una justificación histórica, ya sea marxista o no marxista, y sin duda no hay nada que sustente la creencia en un desarrollo mundial único y uniforme.

Tanto la ciencia evolutiva como las experiencias del siglo XX nos enseñaron que la evolución no tiene una dirección que nos permita hacer pronósticos concretos sobre sus futuras consecuencias sociales, culturales y políticas.

La creencia de que los Estados Unidos o la Unión Europea, en sus diversas formas, alcanzaron una forma de gobierno que, por más deseable que pueda ser, está destinada a conquistar el mundo y no está sujeta a la temporalidad y la transformación histórica, es el último de los proyectos utópicos tan característicos del siglo pasado.

Lo que el siglo XXI necesita es esperanza social y realismo histórico.



(c) The Guardian y Clarín

Traducción de Joaquín Ibarburu

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